viernes, 16 de enero de 2015

POR MI CULPA, POR MI CULPA, POR MI GRANDÍSIMA CULPA...

Mientras que la responsabilidad es constructiva, respetuosa con la persona y basada en la aceptación del error y el aprendizaje a partir de él, la culpabilidad mal entendida es destructiva, genera autodesprecio, derrotismo e impotencia. Esta culpabilidad, enraizada en nuestra cultura a través, sobre todo, de la religión, ha sido utilizada de manera, a mi entender, insana. Recuerdo que, después de hacer la primera comunión, solía ir a misa los domingos. A mí siempre me sentó bien la religión: las entretenidas narraciones de la historia sagrada, el buen y comprensivo Jesús de Nazaret, el ambiente estético-sagrado de las iglesias y el olor a incienso, las canciones, el alivio de poder dar un sentido trascendente a la vida, a la muerte, al dolor… Quizá por ello la misa era para mí como una renovación emocional, la ducha espiritual de los domingos. Y a lo largo de la ceremonia yo notaba que me henchía y mi alegría y autoconfianza iban aumentando.

Sin embargo, había una parte de la misa en la que toda esa grandeza, se venía abajo...
Era cuando, con el puño cerrado, había que golpearse el pecho y pronunciar aquello de “por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa”. En ese momento, yo, que había intentado durante toda la semana “portarme bien”, tal y como a Jesús le hubiera gustado, que había intentado durante toda la semana no ceder a las tentaciones del demonio (tal y como nos enseñaban), me preguntaba (mostrando ya cierta actitud crítica y filosófica): “¿Pero qué he hecho yo? ¿Por qué debo sentirme culpable si he intentado ser bueno?” Y al siguiente  domingo, igual: “por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa”. Entonces, se apoderaba de mí una sensación de derrota e impotencia: “O sea que, haga lo que haga, no tengo remedio, soy malo y estoy condenado a ser culpable”. El remate era que, quizá al día siguiente, nos llevaban a confesar a la iglesia y, mientras esperaba en la cola y veía el confesonario entre sombras, yo “inventaba” mis pecados (pecaba, pues, mintiendo sobre pecados que no había cometido) ya que no me atrevía a confesar al sacerdote que se ocultaba en la oscuridad que no había pecado, pues creía que recibiría una bronca, ya que era seguro que algo habría ocurrido “por mi culpa, por  mi culpa, por mi grandísima culpa”.

Después de mucho reflexionar, creo que la huella que esa educación dejó en mí se manifiesta todavía en mi vida de dos maneras. Por una parte, suelo tener la impresión de que la gente me va sorprender haciendo algo malo, la sensación de que si las personas que me rodean me conocieran realmente, me descubrirían y se darían cuenta de que, en el fondo, soy una mala persona. Por otra parte, suelo percibir en mí la tendencia a justificarme y explicar largamente mis decisiones para conseguir la aprobación de los demás. En ambos casos, creo que late la necesidad de no sentirme culpable.

No quiero decir que no sea necesario una reflexión profunda y sincera (examen de conciencia se le llamaba antes) para analizar nuestro comportamiento. Pero esta culpabilidad mal entendida es manipuladora y controladora: si te hago sentir culpable te sentirás mal contigo mismo (autodesprecio y falta de respeto hacia una misma), sentimiento desagradable donde los haya. Y para no sentirte mal contigo mismo, accederás más fácilmente a hacer lo que yo quiero que hagas. De esta forma, te manipulo y controlo a mi antojo. Consigo de ti lo que quiero no a través de una conversación sana de personas maduras que piensan y sienten y salvaguardando el respeto que toda persona debe sentir por sí misma, sino bajo la amenaza del amor condicional (si eres malo, no te quiero) y el autodesprecio (debería darte vergüenza ser como eres y hacer lo que haces).


Así pues, os invito a recuperar la inocencia como requisito indispensable para acceder a la excelencia, pues esa culpabilidad mal entendida actúa como un muro que nos impide sacar lo mejor de nosotros mismos, aceptándonos y aceptando nuestros errores con una responsabilidad basada en el aprendizaje y la autoestima.

FOTOGRAFÍA: MERTXE PEÑA

2 comentarios:

  1. Hola Pello, he pasado un buen rato leyéndote, y me he sentido identificada. Yo también me inventaba los pecados. Estaba interna, con toda mi vida super organizada y controlada, además era un pedazo de pan, ¿Qué pecados iba a tener?, bueno pues todos los viernes contaba la misma milonga:le he pegado a mi hermano pequeño. Así fue pasando el tiempo, hasta que un día el cura se enteró que no había hermanos pequeños. Esa vez la penitencia fue de verdad y yo salí súper orgullosa del confesionario porque también había pecado,, ya era del redil!

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    1. Hola, Isa: muy bueno lo de la mentirijilla del hermano pequeño. Yo tenía varias: "he robado chocolate a mi madre" o "le he hecho enfadar a mi madre", "le he hecho rabiar a mi hermano pequeño" (yo sí lo tenía). Es paradójico que cometiéramos un pecadillo debido a la exagerada exigencia de no cometerlos. Y sería simplemente gracioso si no fuera por el efecto perverso de esa culpabilización a una edad tan temprana en la que somos inocencia pura. Te agradezco el comentario.

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