martes, 22 de marzo de 2016

LAS SEMILLAS DE LA CONVIVENCIA 3


Tú nos dabas Latín en el Instituto y tu nombre era… Santos. Hombre pequeño y serio, con una barba de esas que, por muy rasuradas que estén, son como una gran mancha gris en la cara. Solías fumar cigarrillos Jean, uno tras otro, mientras nos explicabas las declinaciones latinas y yo perdía el tiempo pensando en para qué habían inventado una lengua tan complicada los romanos con lo sencillo que era el castellano. 

Recuerdo que aquella mañana de 1979 nos llegó una terrible noticia: un joven que estudiaba en un Instituto cercano estaba haciendo dedo y su profesora de física lo cogió en su coche. Cuando iban los dos en el coche, el joven asestó un navajazo a su profesora y la dejó gravemente herida. El motivo también se corrió rápidamente: por lo visto, la profesora suspendía continuamente al alumno aunque hiciera correctamente los exámenes, y éste hizo lo único que podía hacer: vengarse y darle un navajazo. Una vez conocida la explicación, a muchos alumnos nos pareció justa la acción del joven y, desde el primer momento, salimos en su defensa.

Al mediodía te vi entrar cabizbajo en clase, como si fueras a realizar una empresa imposible. Dejaste el libro de Latín encima de la mesa y nos comunicaste que el claustro de profesores había decidido que, en lugar de dar aquella clase, nos ibais a explicar por qué no había que hacer lo que aquel joven hizo. Nervioso, pero con firmeza, improvisaste una sesión inusual y que ahora me parece una proeza: empezar una clase sin libro y que no sabes cómo va a terminar sobre un tema tan escabroso. Y tengo que confesarte que estuviste magnífico: tú solo, ante 30 jóvenes de 17 años, luchando con las palabras y el humo de los cigarros para decir lo que debiera ser tan sencillo de entender pero es tan difícil de explicar. Pero nosotros seguíamos inflexibles justificando el navajazo. Cuando terminó la clase, saliste tan cabizbajo como entraste, abatido, llevando en tu mano el libro de Latín que no llegaste ni a abrir. La verdad, sin embargo, fue otra: que, aunque entonces, quizá por pura arrogancia o cabezonería, no lo admití, me convenciste, Santos, puedes estar seguro de ello.

Foto: Mertxe Peña
De todo el latín que me enseñaste no recuerdo sino “Puella bona est” y alguna otra cosa suelta más, pero la lección que nos diste aquel día fue admirable. Por una parte, fuiste valiente, pues, pudiendo hacer lo más fácil para ti, o sea, darnos clase de Latín como si nada hubiera ocurrido, hiciste lo más difícil: dejar de enseñarnos Latín y educarnos para hacernos mejores. Por otra parte, fuiste el primer profesor con quien debatí de igual a igual y respondía a mis argumentos. Por último, nos dijiste claramente lo que todos sabíamos pero no queríamos escuchar: que quien mata a alguien se mata de alguna manera a sí mismo, pues mata su propia humanidad. Y si matas tu humanidad, ¿qué te queda? Necesité un tiempo para profundizar en esta idea y entenderla pero, a partir de entonces, ya no fui el mismo. No recuerdo bien el resto de argumentos y no sé si eran muy lógicos y razonables, pero gracias a ti descubrí el placer de dudar y pensar por mí mismo sobre por qué está bien lo que está bien y por qué está mal lo que está mal. Y quizá por eso, entre otras razones, me decanté por la Filosofía.

Hoy también, un joven alumno puede justificar fácilmente el hecho de divertirse con el vídeo de una paliza real grabada con un móvil, o que un chico le zurre a su chica porque le ha puesto los cuernos, o un atentado terrorista. En estos casos, Santos, me armo de tu valor, dejo el libro sin abrir encima de la mesa y yo también, nervioso pero con firmeza, improviso una clase. 

martes, 15 de marzo de 2016

LAS SEMILLAS DE LA CONVIVENCIA 2


Foto: Mertxe Peña
Tú tenías el que entonces me parecía interminable nombre de sor Guadalupe Eugenia y transmitías, frente a mi carácter apocado, una vitalidad intensa. Imbuido en el imaginario cristiano en que fui educado, para mí eras una especie de Virgen María pero no la Virgen María vestida de blanco, pálida, compungida y de aspecto cerúleo de las estatuas, sino alegre, de buen humor y rojinegra. Negra por tu hábito de monja, y roja por tus carrillos rojos que le daban a tu rostro el aspecto de una redonda y apetitosa manzana. Recordándote ahora, quisiera evocar dos momentos. 

El primero es un cuento: la historia de un hombre que buscaba desesperadamente a Dios en las cumbres de las montañas y en la soledad de los extensos bosques, hasta que se topó con un sabio, quien le dijo que no debía buscar a Dios en los montes, ni en los bosques ni en las estrellas, sino en los ojos de cada persona. Aun siendo bonita, no fue la historia en sí lo que me cautivó, sino la forma en que la contabas: como si fuera un secreto que tenías guardado desde hace tiempo y que nos lo revelabas sólo a nosotros. Pero, ¿sabes qué fue lo más sorprendente? Pues que, cuando terminaste la historia, se hizo en el aula un silencio y nos miraste uno a uno. Y cuando tus ojos se posaron en los míos… ¡me miraste como si hubieras encontrado en mí a Dios! Hoy no sé o no creo que crea en Dios, pero cuando en el torbellino de la rutina mi mirada se apaga y se cansa, me acuerdo de ti y la enciendo para que las personas a las que miro, si no Dios, se sientan, por lo menos, importantes y dignas de respeto y consideración.

En otra ocasión, cuando tenía unos 5 ó 6 años, se me soltaron los cordones de los zapatos, me acerqué a ti y extendí el pie hacia delante para que me los ataras. Tú te agachaste, me anudaste los cordones y… ¡y me diste un beso! Yo no pude resistir la tentación y, rápidamente, acaricié tu cara de manzana con mis dedos. Luego, por la noche, me preguntaba en la cama: ¿Por qué me ha dado un beso si yo sólo le he pedido que me atara los cordones? ¿Por qué me diste aquel beso, si no tenías por qué dármelo? Algunos años después supe que a eso, a dar más de lo que debemos dar, se le llama generosidad. A partir de entonces, casi deseaba que se me soltaran los cordones. Además, si no recuerdo mal, tú fuiste la primera que me enseñó a hacer las primeras letras y, no sé si será verdad o mentira, pero me gusta pensar que, si hoy me apasiona escribir y leer, fue gracias a tu beso.



lunes, 7 de marzo de 2016

LAS SEMILLAS DE LA CONVIVENCIA 1

Hace unos años, cuando estuve de presidente de la Asociación de Padres del colegio Gainzuri, se celebró un acto en Vitoria al que asistí junto a algunas profesoras y me pidieron que escribiera algo sobre el tema de la convivencia. El resultado fue un recorrido sentimental y un reconocimiento hacia tres personas que me enseñaron algo que he considerado importante en mi vida, como la compasión, la generosidad, el sentido crítico... Hoy empiezo con la primera y, en sucesivas entradas, hablaré de las otra dos. Y quizá, más adelante, hablaré de otros profesores y profesoras con los que, ahora que me acuerdo, también guardo una deuda especial por algún motivo.




Foto: Mertxe Peña
"Tengo que empezar por ti, amá, pues, antes de nacer, fue en tu voz lejana y, después de nacer, en tus susurros y caricias donde encontré los primeros rastros de humanidad. Al principio no entendía muy bien qué veía en tus ojos risueños, pero con una fuerza mágica y misteriosa me fueron seduciendo hasta que se abrió ante mí todo el encanto de tu forma de ser. Y es que tú fuiste mi primera maestra. A través de juegos y canciones, bien llorando o bien riendo, contigo aprendí los caminos que conducen a una vida verdaderamente humana. Y ahora comprendo por qué un niño puede sentirse huérfano aunque tenga padres. Así lo expresó acertadamente el poeta Joxean Artze en aquel certero poema:

Si quiere algo,
se lo dan...
y a pesar de ello, el niño está triste.
Si desea algo,
si pide algo,
se lo traen…
y a pesar de ello, el niño está triste,
siempre triste.

En cuanto quiere,
al momento de pedir
ha obtenido lo que le apetece,
todo cuanto desea conseguir…
y a pesar de ello, el niño sigue todavía triste,
más triste que nunca.

Le han dado todo lo que quiere,
pero nadie,
nadie le ha dado lo que necesita*.

Tengo la impresión de que me has dado todo lo que necesitaba. Recuerdo todavía, por ejemplo, aquellas películas como Matar un ruiseñor, Qué bello es vivir, Oliver Twist... que mis hermanos y yo veíamos contigo en la pequeña sala iluminada por la televisión en blanco y negro y junto a la estufa de butano. A medida que la historia se iba complicando, las desgracias se cebaban con los protagonistas. Entonces, ahogados por la tristeza, uno a uno comenzábamos a gemir a escondidas. Pero, cuando todos los males desembocaban en un final feliz, los cuatro nos abrazábamos y llorábamos de alegría. ¡Vaya catarsis! En aquellos momentos en que compartimos nuestros llantos, aprendí que todas las lágrimas humanas tienen el mismo sabor de la amargura y, de esa manera, mi corazón quedó tocado para siempre y nunca he podido ya desprenderme de esa sensibilidad hacia el dolor ajeno".


* Josanton Artze “Hartzut”, Mundua gizonarentzat egina da, baina ez gizona munduarentzat, editorial Zubi Zurubi, 1998. Traducida al castellano por mí.