martes, 15 de marzo de 2016

LAS SEMILLAS DE LA CONVIVENCIA 2


Foto: Mertxe Peña
Tú tenías el que entonces me parecía interminable nombre de sor Guadalupe Eugenia y transmitías, frente a mi carácter apocado, una vitalidad intensa. Imbuido en el imaginario cristiano en que fui educado, para mí eras una especie de Virgen María pero no la Virgen María vestida de blanco, pálida, compungida y de aspecto cerúleo de las estatuas, sino alegre, de buen humor y rojinegra. Negra por tu hábito de monja, y roja por tus carrillos rojos que le daban a tu rostro el aspecto de una redonda y apetitosa manzana. Recordándote ahora, quisiera evocar dos momentos. 

El primero es un cuento: la historia de un hombre que buscaba desesperadamente a Dios en las cumbres de las montañas y en la soledad de los extensos bosques, hasta que se topó con un sabio, quien le dijo que no debía buscar a Dios en los montes, ni en los bosques ni en las estrellas, sino en los ojos de cada persona. Aun siendo bonita, no fue la historia en sí lo que me cautivó, sino la forma en que la contabas: como si fuera un secreto que tenías guardado desde hace tiempo y que nos lo revelabas sólo a nosotros. Pero, ¿sabes qué fue lo más sorprendente? Pues que, cuando terminaste la historia, se hizo en el aula un silencio y nos miraste uno a uno. Y cuando tus ojos se posaron en los míos… ¡me miraste como si hubieras encontrado en mí a Dios! Hoy no sé o no creo que crea en Dios, pero cuando en el torbellino de la rutina mi mirada se apaga y se cansa, me acuerdo de ti y la enciendo para que las personas a las que miro, si no Dios, se sientan, por lo menos, importantes y dignas de respeto y consideración.

En otra ocasión, cuando tenía unos 5 ó 6 años, se me soltaron los cordones de los zapatos, me acerqué a ti y extendí el pie hacia delante para que me los ataras. Tú te agachaste, me anudaste los cordones y… ¡y me diste un beso! Yo no pude resistir la tentación y, rápidamente, acaricié tu cara de manzana con mis dedos. Luego, por la noche, me preguntaba en la cama: ¿Por qué me ha dado un beso si yo sólo le he pedido que me atara los cordones? ¿Por qué me diste aquel beso, si no tenías por qué dármelo? Algunos años después supe que a eso, a dar más de lo que debemos dar, se le llama generosidad. A partir de entonces, casi deseaba que se me soltaran los cordones. Además, si no recuerdo mal, tú fuiste la primera que me enseñó a hacer las primeras letras y, no sé si será verdad o mentira, pero me gusta pensar que, si hoy me apasiona escribir y leer, fue gracias a tu beso.



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