Tú nos dabas Latín en el Instituto y tu nombre era… Santos. Hombre pequeño
y serio, con una barba de esas que, por muy rasuradas que estén,
son como una gran mancha gris en la cara. Solías fumar cigarrillos Jean, uno
tras otro, mientras nos explicabas las declinaciones latinas y yo perdía
el tiempo pensando en para qué habían inventado una lengua tan complicada los
romanos con lo sencillo que era el castellano.
Recuerdo que aquella mañana de 1979 nos llegó una terrible noticia: un
joven que estudiaba en un Instituto cercano estaba haciendo dedo y su profesora de
física lo cogió en su coche. Cuando iban los dos en el coche, el joven asestó
un navajazo a su profesora y la dejó gravemente herida. El motivo también se
corrió rápidamente: por lo visto, la profesora suspendía continuamente al
alumno aunque hiciera correctamente los exámenes, y éste hizo lo único que
podía hacer: vengarse y darle un navajazo. Una vez conocida la explicación, a
muchos alumnos nos pareció justa la acción del joven y, desde el primer
momento, salimos en su defensa.
Al mediodía te vi entrar cabizbajo en clase, como si fueras a realizar una empresa imposible. Dejaste el libro de Latín encima de la mesa y nos
comunicaste que el claustro de profesores había decidido que, en lugar de dar aquella
clase, nos ibais a explicar por qué no había que hacer lo que aquel joven hizo.
Nervioso, pero con firmeza, improvisaste una sesión inusual y que ahora me parece una proeza: empezar una clase sin libro y que no sabes cómo va a terminar sobre un tema tan escabroso. Y tengo que
confesarte que estuviste magnífico: tú solo, ante 30 jóvenes de 17 años,
luchando con las palabras y el humo de los cigarros para decir lo que debiera
ser tan sencillo de entender pero es tan difícil de explicar. Pero nosotros
seguíamos inflexibles justificando el navajazo. Cuando terminó la clase,
saliste tan cabizbajo como entraste, abatido, llevando en tu mano el libro de Latín que no llegaste ni a abrir. La verdad, sin embargo, fue otra: que, aunque
entonces, quizá por pura arrogancia o cabezonería, no lo admití, me convenciste, Santos,
puedes estar seguro de ello.
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Foto: Mertxe Peña |
De todo el latín que me
enseñaste no recuerdo sino “Puella bona
est” y alguna otra cosa suelta más, pero la lección que nos diste aquel día fue
admirable. Por una parte, fuiste valiente, pues, pudiendo hacer lo más fácil
para ti, o sea, darnos clase de Latín como si nada hubiera ocurrido, hiciste lo
más difícil: dejar de enseñarnos Latín y educarnos para hacernos mejores. Por otra parte, fuiste el primer profesor con quien debatí de igual a igual y respondía a mis argumentos. Por último, nos dijiste
claramente lo que todos sabíamos pero no queríamos escuchar: que quien mata a alguien se mata de alguna manera a
sí mismo, pues mata su propia humanidad. Y si matas tu humanidad, ¿qué te
queda? Necesité un tiempo para profundizar en esta idea y entenderla pero, a
partir de entonces, ya no fui el mismo. No recuerdo bien el resto de argumentos
y no sé si eran muy lógicos y razonables, pero gracias a ti descubrí el placer
de dudar y pensar por mí mismo sobre por qué está bien lo que está bien y por qué está
mal lo que está mal. Y quizá por eso, entre otras razones, me decanté por la Filosofía.
Hoy también, un joven alumno puede justificar fácilmente
el hecho de divertirse con el vídeo de una paliza real grabada con un móvil, o
que un chico le zurre a su chica porque le ha puesto los cuernos, o un atentado
terrorista. En estos casos, Santos, me armo de tu valor, dejo el libro sin
abrir encima de la mesa y yo también, nervioso pero con firmeza, improviso una clase.
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