El otro día mi hijo de 12 años empezó a quejarse de la edad, de los estudios y, en general, de todo lo que hace que la vida se le vuelva incómoda o ingrata. Es el problema de funcionar con el locus de control externo (la causa de cómo me siento yo está en lo que me dicen, me hacen o me pasa) en lugar de funcionar con el locus de control interno (la responsabilidad de cómo me siento es exclusivamente mía). Sentí la tentación de sermonearle sobre estos dos estilos o sobre la aceptación incondicional de uno mismo y de la vida, pero me contuve a tiempo y, en lugar de ello, le dimos este cuento para que viera la situación desde otra perspectiva.
Fotografía: Mertxe Peña |
Todos quienes escucharon eran sabios, grandes
eruditos; podrían haber escrito grandes tratados, pero darle un mensaje de no
más de dos o tres palabras que le pudieran ayudar en momentos de desesperación
total...
Pensaron, buscaron en sus libros, pero no podían
encontrar nada. El rey tenía un anciano sirviente que también había sido
sirviente de su padre. La madre del rey murió pronto y este sirviente cuidó de
él, por tanto, lo trataba como si fuera de la familia. El rey sentía un inmenso
respeto por el anciano, de modo que también lo consultó. Y éste le dijo:
-No soy un sabio, ni un erudito, ni un académico, pero
conozco el mensaje. Durante mi larga vida en palacio, me he encontrado con todo
tipo de gente, y en una ocasión me encontré con un místico. Era invitado de tu
padre y yo estuve a su servicio. Cuando se iba, como gesto de agradecimiento,
me dio este mensaje –el anciano lo escribió en un diminuto papel, lo dobló y se
lo dio al rey-. Pero no lo leas –le dijo- mantenlo escondido en el anillo.
Ábrelo sólo cuando todo lo demás haya fracasado, cuando no encuentres salida a
la situación-
Ese momento no tardó en llegar. El país fue invadido y
el rey perdió el reino. Estaba huyendo en su caballo para salvar la vida y sus
enemigos lo perseguían. Estaba solo y los perseguidores eran numerosos. Llegó a
un lugar donde el camino se acababa, no había salida: enfrente había un
precipicio y un profundo valle; caer por él sería el fin. Y no podía volver
porque el enemigo le cerraba el camino. Ya podía escuchar el trotar de los
caballos. No podía seguir hacia delante y no había ningún otro camino...
De repente, se acordó del anillo. Lo abrió, sacó el
papel y allí encontró un pequeño mensaje tremendamente valioso: Simplemente
decía...