domingo, 1 de julio de 2018

¿QUIÉN SOY YO?

El primer café filosófico lo iniciamos a partir de una experiencia común: por una parte, experimentamos que vamos cambiando y, a la vez, que hay algo que no cambia, una entidad que se mantiene idéntica, un yo que permanece invariable pese a los cambios. Pues bien, ¿en qué consiste ese yo que parece que se mantiene idéntico e invariable pese a todos los cambios que vamos experimentando a lo largo de la vida?

Inmediatamente alguien propuso una vía negativa para definir quién soy yo: no sabemos ni podemos saber quiénes somos pero sí sabemos, en cambio, quiénes o qué no somos. Sin embargo, esta vía presentó alguna dificultad de comprensión y no tuvo más recorrido, aunque sería interesante retomarla.

Otros dos conceptos utilizados para aproximarnos al yo fueron los de “conciencia” y “memoria” , es decir, el yo sería una conciencia que se recuerda a sí misma, un yo que recuerda que es el mismo yo quien sufre los cambios. Pero al asociar la identidad con la memoria, surgió el problema de la pérdida de la memoria y, en consecuencia, de la pérdida de la identidad. Si la identidad consiste en un yo que recuerda que es un yo, y si el yo deja de recordar que es un yo, pierde su identidad. Esta idea, sin embargo, resultó incómoda: ¿cómo va a depender mi identidad de que yo recuerde o no que yo soy yo? Yo sigo siendo yo aunque no recuerde que soy yo. Y también resultó difícil de asimilar al concretarse el problema con las personas con Alzheimer. ¿Tiene identidad (al margen de su nombre e identidad “oficial”) una persona que ni siquiera recuerda quién es? ¿Tiene la conciencia algún recóndito mecanismo que siga dando a esa persona un sentido de sí misma aunque pierda el recuerdo de quién es?

Ante esta cuestión apareció otra dimensión de la identidad, una dimensión que remarca el carácter social del ser humano: yo no soy solo yo porque sea un yo para mí (conciencia y memoria), sino que soy un yo porque soy un yo para los demás. Mi identidad me la otorgan los demás. Aunque haya perdido mi identidad para mí, sigo siendo un yo para quien me reconoce como tal, e incluso, como se añadiría más tarde, para quien me recuerde como tal una vez muerto.

Pero ¿cuándo empiezo yo a ser yo y cuándo dejo de serlo? Aquí también se abrieron varias posibilidades. 1) Mi identidad empieza con mi nacimiento (¿o concepción?) y termina con mi muerte. 2) Mi identidad  empieza con mi nacimiento y no termina con mi muerte, pues mi identidad perdura a la muerte del cuerpo. 3) Mi identidad preexiste a mi nacimiento y “postexiste” tras mi muerte, pues hay una consciencia superior que de alguna manera la contiene.

Aparecido el término “consciencia”, se intentó diferenciarlo del término “conciencia”, lo cual nos llevó a la cuestión de si los animales y las plantas también tienen conciencia. Salimos del problema sin acuerdo y trayendo a colación las tres almas aristotélicas.

Tras los dos primeros cafés, una participante planteó en el tercer café una cuestión para ella inquietante por su propia experiencia: por qué no podemos convertir con palabras lo que queremos decir. Hubo varias hipótesis para explicar este fenómeno. Una causa psicológica o educacional, es decir, un impedimento en la niñez para poder expresarnos abiertamente que provoca una especie de bloqueo a la hora de expresarnos. Una causa lingüística, o sea, no dominar el lenguaje. Y una tercera causa más metafísica: no podemos decir con palabras algunas cosas porque las palabras intentan referirse a cosas que no se pueden decir con palabras, pues hay una realidad que no se deja “decir”.

Tras esa indagación, se cambió drásticamente de tema y otra participante expuso su preocupación por la inmigración.  Salió el tema de la diversidad cultural como un factor que dificulta la convivencia, también apareció el miedo a “lo de fuera”, a que vengan muchos inmigrantes y nos cambien. Hasta que una participante mostró su sorpresa ante la forma en que los inmigrantes defienden y mantienen “lo suyo”. Ahora bien, pregunté yo, ¿qué es lo suyo? ¿Es solo otra forma de vestir, otras creencias, otra lengua… o es algo más? Y caímos en la cuenta de que ese algo más se trata (¿adivinas?) de la identidad, entendida ahora como todo aquello que nos identifica y con lo que nos identificamos. Y, paradójicamente, tanto ellos que vienen, como nosotros que estamos aquí, participamos del mismo miedo (por algo somos semejantes aun siendo distintos): el miedo a perder nuestra identidad, ese yo que hace que yo sea yo. Algunos de esos factores citados fueron también: la comunidad (pueblo, nación…) la lengua y cultura, las creencias religiosas o ideológicas, el cuerpo, la profesión, los hechos y acciones, la familia, los genes…

Una vez que salió el tema de la cultura y de la diversidad cultural, se planteó el binomio naturaleza-cultura en el ser humano y el hecho de si la cultura, en general, aporta, además de identidad, dignidad a la persona, lo cual nos llevó a diferenciar las culturas…

Como podéis ver, el asunto de la identidad dio mucho de sí, está más presente de lo que uno cree y dejó entrever otros muchos asuntos que se aparcaron.

Os doy las gracias a quienes participasteis en estos tres primeros cafés filosóficos: Marisa A., Lurdes, Luis, Maite, Jaione, Conchi, Pello E., Marisa, Mikel, Javi, Alberto, Bea, Carmen… (espero no dejarme a nadie). 

Y os invito a continuar los miércoles 4, 11 y 18 de julio en el mismo sitio, pero de 19:00 a 20:30. Los temas serán los siguientes:

-¿Queremos seguir siendo hombres y mujeres diferentes en algo?
-¿En qué consiste la buena educación?
-¿Debemos comprometernos de alguna manera con la sociedad?
-¿Es posible aceptar nuestra muerte?

¡Y prometo acordarme de sacar alguna foto!

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