Fotografía: Carlos Mediavilla Arandigoyen |
En uno de los cafés filosóficos del pasado verano en Benavente los participantes eligieron el tema de la religión a través de la pregunta "¿Cuál es el fin de la religión?" Normalmente, una vez planteada la pregunta, suele haber dos opciones. La primera es problematizar la pregunta y la segunda es responder a la pregunta con un argumento.
Pues bien, ese día, antes de que nadie hiciera ninguna de las dos cosas pasó algo muy curioso e interesante. Una participante mostró su preocupación debido a que algunos asistentes podían sentirse ofendidos. Interpreté que lo decía por la posibilidad de que entre la gente hubiera creyentes y que estos se molestaran por las opiniones contrarias a la religión que se pudieran decir. Yo le hice notar que la filosofía no tiene ningún límite en cuanto a temas o ideas. Ninguno. El carácter crítico de la filosofía consiste en que se puede cuestionar cualquier cosa, siempre y cuando se argumente racionalmente (incluso alguien podría atreverse a cuestionar la necesidad de argumentar racionalmente, para lo cual, paradójicamente, tendría que argumentar racionalmente). Luego, por supuesto, cada cual es muy libre de molestarse o no por lo que oye, ya que todos tenemos una serie de creencias y prejuicios. Ahora bien, la capacidad de pensar filosóficamente exige que esa molestia no te impida pensar y dialogar. Es posible que incluso te indigne escuchar determinadas ideas, pero esa emoción no puede sustituir a un argumento, ni te da ninguna superioridad sobre quien no piensa como tú. O sea, en filosofía las emociones no valen nada. O te las guardas o averiguas qué ideas subyacen a esa emoción y las argumentas. Así que, quien crea que se va a molestar en un café filosófico, pues que no vaya y se lo haga mirar, pero no puede pretender que no digamos determinadas cosas. El nacimiento de la filosofía consistió, precisamente, cuando hubo gente que empezó a desacralizar las creencias.
Fotografía: Carlos Mediavilla Arandigoyen |
No obstante, la observación me pareció muy interesante, pues puso en evidencia que tenemos determinadas ideas muy enraizadas. Una especie de principios verdaderos, rígidos e incuestionables (iba a decir sagrados) que, en cuanto alguien osa ponerlos en duda todo mi yo comienza a tambalearse. Y digo "todo mi yo" porque he observado que el grado de identificación que tenemos con esas ideas es tal, que cuando alguien las cuestiona, en el fondo, está cuestionando mi identidad, me está cuestionando a mí. Algo así como si mi identidad estuviera constituida y apuntalada por esas ideas. Lo cual explica también por qué me aferro tanto a ellas, puesto que, si yo llegara a cuestionarme y abandonar esas ideas, yo ya no seguiría siendo yo. Y, entonces, ¿yo quién sería? Esta pregunta (muchas veces intuida inconscientemente) puede provocar vértigo y una sensación de derrumbe y de consiguiente vacío interno, en muchos casos insoportable.
Fotografía: Carlos Mediavilla Arandigoyen |
Recuerdo a un participante que permanecía callado en los cafés. Al final de uno de ellos le pregunté por qué no hablaba y su respuesta fue la siguientes. "¿Tú sabes el esfuerzo que tengo que hacer solo para escuchar sin alterarme y para intentar comprender cómo puede pensar alguien de otra manera? Ese esfuerzo me deja sin fuerzas para hablar".
Así pues: ¿cuál es tu tema tabú? ¿Con qué tipo de ideas te alteras? ¿Qué ideas o creencias subyacen a esas emociones? ¿Con qué asuntos están relacionadas? ¿Cuál es tu grado de identificación con ellas? ¿Te cuesta mucho aceptar que la creencia o idea contraria pueda ser también razonable? ¿Por qué?
Nota: las estupendas y sugerentes fotos de Carlos Mediavilla Arandigoyen forman parte de una colección mayor que la podéis ver aquí.