En julio, la revista semanal Goiberri, que se publica en euskara en la comarca guipuzcoana del Goierri, me pidió que escribiera algo a partir de una foto antigua. Así que, desempolvé esta foto de la mili y escribí una breve reflexión sobre algunas experiencias que viví allí.
Si queréis leer el artículo en euskara está aquí.
Si lo queréis leer en castellano, lo tenéis a continuación.
¡Buen verano!
“SOLDADITO ESPAÑOL,
SOLDADITO VALIENTE….”
Era noviembre de 1985 y, una vez terminados los estudios de Filosofía, se
habían terminado también las prórrogas. ¡Había llegado al fin el momento de
ingresar en el Ejército español! Descartada la opción de intentar librarme de
la mili a través de un psiquiatra, tomé una decisión acorde con una actitud más
filosófica: “vete, vive la experiencia y
saca conclusiones, chaval, y aprende tal y como lo recomendaba Nietzsche: lo
que no te mata, te hace más fuerte”. Empezaban a darse por aquella época algunos
casos esporádicos de una nueva opción: la del movimiento insumiso que, años más
tarde, vencería en la lucha contra el servicio militar obligatorio. Pero si me
daba miedo la mili, ¡más miedo me daba la cárcel! Además, ¿de qué me quejaba?
Me había tocado en Vitoria, a pocos kilómetros de casa, y sólo debía cumplir
“13 meses”. Comparado con quienes cumplían 18 meses o con los andaluces,
extremeños o valencianos que estaban a cientos de kilómetros de sus hogares…
Incluso podría conseguir el pase per
nocta y dormir fuera del cuartel, e ir casi todos los fines de semana a
casa.
Así pues, allí que me fui a vivir la experiencia. ¿Conclusiones? Muchas.
Aquí destacaré una: para deshacer tus prejuicios debes poner atención en cómo
es y actúa una persona y no juzgarle por el “bando” o grupo al que pertenece o
le adjudican. Me explico. En aquel C.I.R (Centro
de Instrucción de Reclutas) de Araca había mandos militares y subordinados,
pero en ambos grupos había de todo: gente inteligente y gente necia, gente
honrada y gente corrupta, gente amable y gente despreciable. Por ejemplo, había
reclutas veteranos que solían infligir a los “conejos” (nuevos reclutas)
novatadas crueles. Alguna vez intenté convencerles de que, aunque lo pasaran
mal en la mili, no debían permitir volverse malos. Pues bien, me arreglaba
mucho peor con estos veteranos de “mi bando” (y, por ejemplo, con aquel bruto
de Azkoitia, que, como estaba a punto de licenciarse, quería quitarme mis botas
nuevas y darme las suyas viejas), que con aquel capitán de apellido alavés que
quería aprender euskara (y al que regalé el Método
de euskara de Xabier Gereño), o con aquel teniente al que tanto preocupaba
la historia decadente de España y con quien discutí en más de una ocasión sobre
ese tema. Ambos, en teoría, del “otro bando”.
Sea como fuere, quizá porque era músico (juré bandera tocando el “txistu”) y
había hecho mis pinitos en el teatro, os debo confesar que me entusiasmaba
desfilar con música militar y que lo hacía con ardor cogiendo el fusil en un
brazo y levantando el otro al compás de la música. Eso sí, cuando íbamos a
hacer prácticas de tiro, vaciaba el cargador con los ojos cerrados, pues mi
ardor no era guerrero, sino teatral-musical. ¡Ojalá quienes se enfadan todavía porque quieren
desfilar las mujeres mostraran más de ese ardor teatral-musical, en lugar de ese agresivo ardor guerrero que muestran. Por
eso, los enviaré al mismo bando de aquel sargento chusco y pendenciero.