jueves, 23 de octubre de 2014

BRAVEHEART: ALGO MÁS QUE UNA PELÍCULA DE AVENTURAS




La vi por primera vez hace años, cuando fue estrenada en 1995. Entonces me pareció una simple película de escoceses e ingleses, de buenos y malos, de bonitos paisaje y encarnizadas batallas (si la vais a ver con niños, cuidado, porque tiene tres o cuatro escenas cruentas). Incluso caí en su día en la comparación simplona de los escoces con los vascos y de los ingleses con los españoles. La semana pasada la volví a ver con mi familia en la sesión de cine que organizamos los miércoles y, tengo que confesarlo, no es la misma película que vi hace 19 años. Aunque me siga pareciendo un tanto previsible y maniquea, al estilo de Holliwood, ahora creo que es un magnífico ejemplo de valores como la integridad y la honestidad, encarnados en el protagonista William Wallace. Dicho de otra manera, los buenos de la película son buenos porque creen apasionadamente en sus ideales y valores y son fieles a ellos, son buenos porque cumplen sus promesas y compromisos y porque son magnánimos con las otras personas, incluso con sus antagonistas. Y los malos son malos porque son ruines, porque no tienen valores, sino precio, y se venden por cualquier prebenda, pedazo de tierra o poder; son malos porque incumplen sus promesas y compromisos y porque tratan a las personas como medios para alcanzar sus fines. 




Por ello, creo que la película es toda una lección de excelencia personal muy gratificante y esperanzadora para quien se sienta abrumado por la sensación de indecencia generalizada que existe debido a los casos de corrupción. De ahí que William Wallace deslumbre entre tanta ejemplo de mediocridad moral y mezquindad. Su impetuoso coraje, claridad en la visión, confianza en sí mismo y en los demás, y su impecable transparencia y honradez logran incluso transformar al aspirante a la corona de Escocia, quien, al principio, se deja guiar por los viles ardides de su padre, cuyo único objetivo es sentar a su hijo en el trono “al precio que sea”.




Cuando terminó la película, mi hijo de 12 años comentó que ya le gustaría tener a él “la pedazo de espada” de William Wallace. Yo le respondí que sí, que su espada era preciosa, pero que a mí lo que me gustaría tener es su otra “espada”, mucho más poderosa que la de metal: esa fuerza inquebrantable para actuar según mis valores con la misma determinación con que lo hace él.


Mi otro hijo de 7 años, afligido por la ejecución final del héroe escocés, quien prefiere morir y mantenerse firme ante el verdugo antes que claudicar y traicionarse a sí mismo, me reprochaba que le hubiera puesto una peli donde “el bueno pierde”. Yo intenté hacerle comprender que Wallace no pierde, que habría perdido si al final hubiera actuado en contra de sus principios y que, manteniéndose firme, “gana”, aunque pierda la vida. “¿Pero qué gana?” volvió a increparme con sus ojos llorosos. Estuve a punto de decirle eso tan socorrido de que “ya lo entenderás cuando seas mayor”. Pero no.  “¿Qué gana? Pues… gana algo que para él es más importante que su vida: el respeto hacia sí mismo, la dignidad, el orgullo, la alegría que proporciona vivir según unos principios que, en el caso de los seres humanos, pueden llegar a ser más valiosos que la mera conservación de la vida y puede dar a ésta un sentido profundo y noble”.



Por supuesto, no logré que me entendiera ni logré consolar su tristeza, pero le prometí volver a ver la película dentro de unos años, a la espera de que su conciencia y comprensión se amplíen y crezcan.

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