La vi por primera vez hace años,
cuando fue estrenada en 1995. Entonces me pareció una simple película de
escoceses e ingleses, de buenos y malos, de bonitos paisaje y encarnizadas
batallas (si la vais a ver con niños, cuidado, porque tiene tres o cuatro
escenas cruentas). Incluso caí en su día en la comparación simplona de los
escoces con los vascos y de los ingleses con los españoles. La semana pasada la
volví a ver con mi familia en la sesión de cine que organizamos los miércoles
y, tengo que confesarlo, no es la misma película que vi hace 19 años. Aunque me
siga pareciendo un tanto previsible y maniquea, al estilo de Holliwood, ahora
creo que es un magnífico ejemplo de valores como la integridad y la honestidad,
encarnados en el protagonista William Wallace. Dicho de otra manera, los buenos
de la película son buenos porque creen apasionadamente en sus ideales y valores
y son fieles a ellos, son buenos porque cumplen sus promesas y compromisos y
porque son magnánimos con las otras personas, incluso con sus antagonistas. Y
los malos son malos porque son ruines, porque no tienen valores, sino precio, y
se venden por cualquier prebenda, pedazo de tierra o poder; son malos porque
incumplen sus promesas y compromisos y porque tratan a las personas como medios
para alcanzar sus fines.
Por ello, creo que la película es
toda una lección de excelencia personal muy gratificante y
esperanzadora para quien se sienta abrumado por la sensación de indecencia
generalizada que existe debido a los casos de corrupción. De ahí que William Wallace deslumbre entre tanta ejemplo
de mediocridad moral y mezquindad. Su impetuoso coraje, claridad en la visión,
confianza en sí mismo y en los demás, y su impecable transparencia y honradez
logran incluso transformar al aspirante a la corona de Escocia, quien, al
principio, se deja guiar por los viles ardides de su padre, cuyo único objetivo
es sentar a su hijo en el trono “al precio que sea”.
Cuando terminó la película, mi
hijo de 12 años comentó que ya le gustaría tener a él “la pedazo de espada” de
William Wallace. Yo le respondí que sí, que su espada era preciosa, pero que a
mí lo que me gustaría tener es su otra “espada”, mucho más poderosa que la de
metal: esa fuerza inquebrantable
para actuar según mis valores con la misma determinación con que lo hace él.
Mi otro hijo de 7 años, afligido
por la ejecución final del héroe escocés, quien prefiere morir y mantenerse
firme ante el verdugo antes que claudicar y traicionarse a sí mismo, me
reprochaba que le hubiera puesto una peli donde “el bueno pierde”. Yo intenté hacerle comprender que Wallace no
pierde, que habría perdido si al final hubiera actuado en contra de sus
principios y que, manteniéndose firme, “gana”,
aunque pierda la vida. “¿Pero qué gana?”
volvió a increparme con sus ojos llorosos. Estuve a punto de decirle eso tan
socorrido de que “ya lo entenderás cuando
seas mayor”. Pero no. “¿Qué gana? Pues… gana algo que para él es más
importante que su vida: el respeto hacia sí mismo, la dignidad, el orgullo, la
alegría que proporciona vivir según unos principios que, en el caso de los
seres humanos, pueden llegar a ser más valiosos que la mera conservación de la
vida y puede dar a ésta un sentido profundo
y noble”.
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