domingo, 21 de abril de 2019

¡BIENVENIDO A LA POLÍTICA, JOVEN! (y 2)


(Viene del artículo anterior)

6. No te tomes la política como si fuera una cuestión religiosa. Al margen de los derechos humanos, que deberían ser el catecismo laico de toda la humanidad, en política es imprescindible relativizar las ideas. Puedes vivir la política con fervor y pasión, claro, pero no adoptes, seas creyente o ateo, actitudes sectarias e intolerantes que te incapaciten para empatizar con tus oponentes, para transigir y ver las cosas desde otro punto de vista, para despegarte de tus ideas por un momento y superar los límites de tu modelo mental. Por eso, no votes a un partido ni estés afiliado a él como si estuvieras en un rebaño donde todo el mundo bala o dice amén al unísono. Nunca le entregues tu libertad de pensamiento y no olvides que los partidos son solo instrumentos para mejorar la sociedad, no para apoltronarse y medrar, es decir, mejorar los bienes propios o los del partido utilizando artimañas a aprovechándose de las circunstancias. 

«Ataduras ideológicas». Foto: Mertxe Peña
7. No te ates a una ideología concreta y coge de cada una lo mejor, pues tan perverso puede ser, por ejemplo, un liberalismo sin límites que se olvida de los más vulnerables y desfavorecidos y que permite injustas desigualdades, como un socialismo igualitario a ultranza que reduzca la libertad para imponer una igualdad indiscriminada incluso a quien no lo merezca. La clave está en combinar la libertad para aspirar a lo que uno quiera y la igualdad en el acceso a las necesidades básicas y la igualdad de oportunidades. Y crear posibilidades y formas de vida distintas que permitan dar respuesta a la ambición de cada cual, que no tiene por qué ser igual. Pero, para eso, además de ideologías hace falta creatividad.

8. No te dejes embaucar por quienes pretenden dividirnos entre «ellos» (los malos, claro) y «nosotros» (los buenos, por supuesto), pues nadie es mejor que nadie solo por ser de un partido u otro, portar una bandera u otra, ser hombre o mujer, homosexual o heterosexual, vasco o español, cristiano o musulmán, negro o blanco, rico o pobre, empresario o trabajador, hablar una lengua u otra... Siéntete parte de un grupo y de su cultura, pues somos seres sociales a los que reconforta compartir una identidad con otros, pero los humanos no somos árboles, no tenemos raíces, sino piernas para viajar (algo que llevamos haciendo desde que apareció nuestra especie) y corazón para amar cualquier otro lugar o gente. Por eso, podemos alimentarnos de muchas culturas y tener muchas identidades a la vez, sin necesidad de que sean excluyentes. En su más noble sentido, la política consiste, a pequeña escala, en mejorar las condiciones de vida de la gente para que a cada cual le sea más fácil ser feliz a su manera. Y, a gran escala, la política es el intento, ya formulado por pensadores ilustrados como Kant, de ir constituyendo y ampliando una comunidad humana que vaya superando los actuales países (¡acuérdate de los estoicos griegos del siglo IV. a. C., que ya eran cosmopolitas!) y compuesta por gente cada vez más libre, pero cuya libertad esté orientada por los valores universales de la educación, el conocimiento y la cultura; el arte y la sensibilidad; la razón y el  sentido crítico; la dignidad y los derechos humanos convertidos en ley y amparados por Estados de derecho cada vez más amplios que hagan cumplir esa ley. Como ves, se trata de vivir entre «los tuyos» pero sin perder de vista el objetivo último de que cualquier ser humano pueda llegar a ser uno de "los tuyos", pues, como repetía el uruguayo Mario Benedetti en aquel precioso poema: "Patria es humanidad". Se trata, en definitiva, de ir construyendo una identidad unificadora que vaya integrando y protegiendo en los mismos derechos y obligaciones a gente muy diversa, en lugar de utilizar la política para meter cizaña y disgregar a la gente y enfrentarla en base a nuestras diferencias. La política necesita del faro de una ética y un proyecto universales. Sin ética, será una política mezquina, mera razón instrumental, donde todo, incluso los seres humanos, son solo medios para objetivos a corto plazo, como denunciaban los filósofos de la Escuela de Frankfurt. 

«Parlamento». Foto: Mertxe Peña
9. No intentes arreglar todo apelando al voto de «la mayoría» o «el pueblo». En democracia, quien gobierna realmente es la ley, que establece los límites de lo que podemos hacer todos, incluidos quienes nos gobiernan. Las leyes se discuten y se votan en el parlamento por los representantes que elijamos los ciudadanos, de donde proviene su legitimidad, y se pueden cambiar, claro, pero no todo se resuelve por mayoría y votando, sobre todo, teniendo en cuenta un peligro que Platón encontró en su propia democracia: la demagogia y la posibilidad de manipular a la gente utilizando emociones como el miedo, el odio y la mentira. Por eso, los cambios profundos y radicales no se solucionan con una votación en la que unos ganen y otros pierdan (y queden resentidos), y menos cuando el resultado sea ajustado. Esos cambios requieren, para poder seguir manteniendo ese delicado equilibrio de intereses, del «consenso», eso que propone Jürgen Habermas, el último filósofo que hemos estudiado: establecer en la sociedad situaciones y condiciones ideales (y muy rigurosas) de diálogo y argumentación para poder llegar a acuerdos racionales y razonables en torno a las cuestiones esenciales de una sociedad. Ese consenso es el verdadero interés que está por encima de los intereses partidistas, pues ningún partido, como su nombre indica, representa a todo el "pueblo". 

10. Por último, desconfía de quien simplifica demasiado los asuntos y propone soluciones mágicas y rápidas para solucionar los problemas. Sé realista y ten en cuenta que a la política se la ha llamado, con toda la razón, «el arte de lo posible». Eso quiere decir que las sociedades humanas son complejas (¡muchos intereses y formas de entender lo justo!) y, por eso, es imprescindible tener en cuenta el contexto en el que uno está a la hora de proponer determinados cambios: qué acontecimientos históricos ha vivido un país, qué moral y valores predominan en un momento dado, la disposición mayoritaria o minoritaria de la sociedad ante una propuesta, la viabilidad o no para llevarla a cabo, los perjuicios o inconvenientes que puede acarrear, etc. A veces, determinados cambios hay que trabajarlos, prepararlos, dejar que maduren, hablarlos, clarificarlos y que vayan calando, pero sin forzar ese equilibrio del que ya hemos hablado, pues, cuando se fuerza y se rompe, las sociedades se convulsionan, nos dividimos en bandos y podemos llegar a ser muy peligrosos, algo que ya sabrás por la propia historia de tu país.

Posdata: Ya sabemos lo que ha sido Europa sin la Unión Europea: un gran campo de batalla con millones de muertos provocados por asuntos como la religión, la nación (en versión XL o S) o la organización de la propiedad. Son cosas que tienen tanta fuerza, que pueden despertar en nosotros el monstruo que llevamos dentro. Ahí está, por ejemplo, la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) en la que ya vimos que participó Descartes, que desangró Europa por motivos, no solo, pero en gran parte religiosos, con matanzas y masacres terribles. Y qué te voy a contar ya del fascismo y el nazismo (de los reales, pues ahora cualquiera que discrepa de algo es un fascista o un nazi), de los totalitarismos comunistas, de la Primera y Segunda Guerra Mundial, que alcanzaron unos niveles de crueldad hasta entonces inimaginables y ante las cuales filósofos como Adorno o Horkheimer o los existencialistas ya expresaron su espanto. Por eso, una última reflexión: no desdeñes el proyecto europeo por muy imperfecto que te pueda parecer. Es de las cosas que, cuando las tienes, no las notas (para ti, la democracia y la Unión Europa son tu hábitat "natural"), pero cuando desaparecen, te das cuenta del valor que tenían. 

Así pues, ¡bienvenido a la política! 



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