El primer café filosófico lo iniciamos a
partir de una experiencia común: por una parte, experimentamos que vamos
cambiando y, a la vez, que hay algo que no cambia, una entidad que se mantiene
idéntica, un yo que permanece invariable pese a los cambios. Pues bien, ¿en qué
consiste ese yo que parece que se mantiene idéntico e invariable pese a todos
los cambios que vamos experimentando a lo largo de la vida?
Inmediatamente alguien propuso
una vía negativa para definir quién soy yo: no sabemos ni podemos saber quiénes
somos pero sí sabemos, en cambio, quiénes o qué no somos. Sin embargo, esta vía
presentó alguna dificultad de comprensión y no tuvo más recorrido, aunque sería
interesante retomarla.
Otros dos conceptos utilizados
para aproximarnos al yo fueron los de “conciencia” y “memoria” , es decir, el
yo sería una conciencia que se recuerda a sí misma, un yo que recuerda que es el
mismo yo quien sufre los cambios. Pero al asociar la identidad con la memoria,
surgió el problema de la pérdida de la memoria y, en consecuencia, de la
pérdida de la identidad. Si la identidad consiste en un yo que recuerda que es
un yo, y si el yo deja de recordar que es un yo, pierde su identidad. Esta
idea, sin embargo, resultó incómoda: ¿cómo va a depender mi identidad de que yo
recuerde o no que yo soy yo? Yo sigo siendo yo aunque no recuerde que soy yo. Y
también resultó difícil de asimilar al concretarse el problema con las personas
con Alzheimer. ¿Tiene identidad (al margen de su nombre e identidad “oficial”) una
persona que ni siquiera recuerda quién es? ¿Tiene la conciencia algún recóndito
mecanismo que siga dando a esa persona un sentido de sí misma aunque pierda el
recuerdo de quién es?
Ante esta cuestión apareció otra
dimensión de la identidad, una dimensión que remarca el carácter social del ser
humano: yo no soy solo yo porque sea un yo para mí (conciencia y memoria), sino
que soy un yo porque soy un yo para los demás. Mi identidad me la otorgan los
demás. Aunque haya perdido mi identidad para mí, sigo siendo un yo para quien
me reconoce como tal, e incluso, como se añadiría más tarde, para quien me
recuerde como tal una vez muerto.
Pero ¿cuándo empiezo yo a ser yo
y cuándo dejo de serlo? Aquí también se abrieron varias posibilidades. 1) Mi
identidad empieza con mi nacimiento (¿o concepción?) y termina con mi muerte.
2) Mi identidad empieza con mi
nacimiento y no termina con mi muerte, pues mi identidad perdura a la muerte
del cuerpo. 3) Mi identidad preexiste a mi nacimiento y “postexiste” tras mi
muerte, pues hay una consciencia superior que de alguna manera la contiene.
Aparecido el término
“consciencia”, se intentó diferenciarlo del término “conciencia”, lo cual nos
llevó a la cuestión de si los animales y las plantas también tienen conciencia.
Salimos del problema sin acuerdo y trayendo a colación las tres almas
aristotélicas.
Tras los dos primeros cafés, una
participante planteó en el tercer café una cuestión para ella inquietante por
su propia experiencia: por qué no podemos convertir con palabras lo que
queremos decir. Hubo varias hipótesis para explicar este fenómeno. Una causa
psicológica o educacional, es decir, un impedimento en la niñez para poder
expresarnos abiertamente que provoca una especie de bloqueo a la hora de
expresarnos. Una causa lingüística, o sea, no dominar el lenguaje. Y una
tercera causa más metafísica: no podemos decir con palabras algunas cosas
porque las palabras intentan referirse a cosas que no se pueden decir con
palabras, pues hay una realidad que no se deja “decir”.
Tras esa indagación, se cambió
drásticamente de tema y otra participante expuso su preocupación por la
inmigración. Salió el tema de la diversidad
cultural como un factor que dificulta la convivencia, también apareció el miedo
a “lo de fuera”, a que vengan muchos inmigrantes y nos cambien. Hasta que una
participante mostró su sorpresa ante la forma en que los inmigrantes defienden
y mantienen “lo suyo”. Ahora bien, pregunté yo, ¿qué es lo suyo? ¿Es solo otra forma
de vestir, otras creencias, otra lengua… o es algo más? Y caímos en la cuenta de
que ese algo más se trata (¿adivinas?) de la identidad, entendida ahora como
todo aquello que nos identifica y con lo que nos identificamos. Y,
paradójicamente, tanto ellos que vienen, como nosotros que estamos aquí,
participamos del mismo miedo (por algo somos semejantes aun siendo distintos):
el miedo a perder nuestra identidad, ese yo que hace que yo sea yo. Algunos de
esos factores citados fueron también: la comunidad (pueblo, nación…) la lengua
y cultura, las creencias religiosas o ideológicas, el cuerpo, la profesión, los
hechos y acciones, la familia, los genes…
Una vez que salió el tema de la
cultura y de la diversidad cultural, se planteó el binomio naturaleza-cultura
en el ser humano y el hecho de si la cultura, en general, aporta, además de identidad,
dignidad a la persona, lo cual nos llevó a diferenciar las culturas…
Como podéis ver, el asunto de la
identidad dio mucho de sí, está más presente de lo que uno cree y dejó entrever
otros muchos asuntos que se aparcaron.
Os doy las gracias a quienes
participasteis en estos tres primeros cafés filosóficos: Marisa A., Lurdes,
Luis, Maite, Jaione, Conchi, Pello E., Marisa, Mikel, Javi, Alberto, Bea,
Carmen… (espero no dejarme a nadie).
Y os invito a continuar los miércoles 4,
11 y 18 de julio en el mismo sitio, pero de 19:00 a 20:30. Los temas serán los
siguientes:
-¿Queremos
seguir siendo hombres y mujeres diferentes en algo?
-¿En qué consiste la buena educación?
-¿Debemos comprometernos de alguna manera con la sociedad?
-¿Es posible aceptar nuestra muerte?
¡Y
prometo acordarme de sacar alguna foto!